La ¿religión? que Dios pide (Stg 1, 27): o de cómo la vocación es pro-vocación

280px-thomas_benjamin_kennington_-_orphansLa lectura de hoy de la Carta de Santiago no habrá pasado inadvertida para cualquiera que haya prestado un mínimo de atención al escucharla.

El apóstol nos dice que  la religión (θρησκεία) auténtica —que aquí se entiende en contraposición a  una religiosidad al uso, esto es, una religiosidad como la entiende el mundo (y de ahí el rechazo que Santiago hace de éste al final del versículo)  como aquél culto y práctica externa que espera una retribución— a los ojos de Dios Padre es la de visitar huérfanos y viudas en sus tribulaciones. Y es curioso que muchos escuchen estas mismas palabras con los oídos de una religiosidad anti-evangélica, como si los huérfanos y las viudas estuviesen a la espera de un dios religioso al uso que viniera a su rescate tras mucho rezar y dar la limosna que nos sobra. El típico Deus ex machina de las tragedias que lo arreglará todo al final de la función.

Lo que nos dice Santiago es que la religión de Dios es justamente lo contrario: no la que re-liga sino la que des-liga, pues nos encontremos sujetos al imperativo de un Dios que en sí mismo no es más que precisamente la in-vocación del hombre, aquella que nos sujeta a quienes viven en su carne la trascendencia de Dios: la viuda, el huérfano, el inmigrante, es decir, los sin Dios, los que ya no pueden religarse a ningún dios religioso que les salve. Es su clamor y su llanto los que se muestran como la voz misma de Dios, que nos alcanza precisamente donde se supone que debe de intervenir el Deus ex machina de la religión. Justamente porque Dios responde a la invocación del hombre no con subidones místicos o experiencias oceánicas sino invocando al hombre a la responsabilidad. Esa es la voz de Dios.  Dios nos llama como aquél imperativo que nos despiertan el huérfano y la viuda,  es decir, los que están sin Dios. Por eso la vocación de Dios es la pro-vocación del sin Dios.

Lo que  Santiago propone es algo mucho más radical que la mera práctica del homo religiosus que aspira a la «caridad de la enfermera» y  que el ateísmo de a pie, pues a fin de cuentas el  ateo dice: no hay Dios, Dios no existe. Sólo existe lo que podemos ver y tocar. El creyente  aspira a ir más lejos (y con ello quizá posea su búsqueda una mayor profundidad): porque es real, Dios no existe. O porque Dios, literalmente, ex-siste —se encuentra fuera de sí—, Dios no es sin el hágase (fiat) del hombre (y también al revés).

Lo que Dios nos pide nunca podremos vivirlo y comprenderlo si seguimos empeñados en encontrar nuestra medida y «realización» en nuestro deseo, en vez de en nuestra infinita obligación con respecto al rostro desmesurado del desamparado. Todos somos hijos de un mismo padre, y en ese sentido todos somos huérfanos, pues la paternidad de Dios es la de un papá que hace tiempo que no vemos por casa. He aquí el milagro de nuestra libertad y de nuestra responsabilidad en un mundo en el que nos instalamos ante Dios etsi Deus non daretur. 

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